PRÓLOGO
Este prólogo podría denominarse la estética de Berkeley, no porque la haya profesado el metafísico irlandés –una de las personas más queribles que en la memoria de los hombres perduran–, sino porque aplica a las letras el argumento que éste aplicó a la realidad. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Esto acaso no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad.
La literatura impone su magia por artificios; el lector acaba por reconocerlos y desdeñarlos; de ahí la constante necesidad de mínimas o máximas variaciones, que pueden recuperar un pasado o prefigurar un porvenir.
He compilado en este volumen toda mi obra poética, salvo algún ejercicio cuya omisión nadie deplorará o notará y que (como de ciertos cuentos de Las mil y una noches dijo el arabista Edward William Lane) no podía ser purificado sin destrucción. He limado algunas fealdades, algún exceso de hispanismo o argentinismo, pero en general, he preferido resignarme a los diversos o monótonos Borges de 1923, 1925, 1929, 1960, 1964, 1969 así como al de 1976 y 1977. Esta suma incluye un breve apéndice o museo de poesías apócrifas.
Como todo joven poeta, yo creí alguna vez que el verso libre es más fácil que el verso regular; ahora sé que es más arduo y que requiere la íntima convicción de ciertas páginas de Carl Sandburg o de su padre, Whitman.
Tres suertes puede correr un libro de versos: puede ser adjudicado al olvido, puede no dejar una sola línea pero sí una imagen total del hombre que lo hizo, puede legar a las antologías unos pocos poemas.
Si el tercero fuera mi caso yo querría sobrevivir en el «Poema conjetural», en el «Poema de los dones», en «Everness», en «El Golem» y en «Límites». Pero toda poesía es misteriosa; nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia o, lo que aún es menos hermoso, de lo subconsciente; los griegos invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es el mismo.
J. L. B.
FERVOR DE BUENOS AIRES
(1923)
PRÓLOGO
No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado
asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de
esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel
muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa
esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos
el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas
literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer,
de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura
todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo
que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique
Díez-Canedo y Alfonso Reyes.
Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos
de una íntima pobreza, trataban como ahora de escamotearla bajo
inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados
fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel
de Unamuno, ser un escritor español del siglo XVII, ser Macedonio
Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto,
cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia
el Sur, de quintas con verjas.
En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha;
ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969
A quien leyere
Si las páginas de este libro consienten algún
verso feliz, perdóneme el lector la descortesía
de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras
nadas poco difieren; es trivial y fortuita la
circunstancia de que seas tú el lector de estos
ejercicios, y yo su redactor.
J. L. B.
LA RECOLETA
Convencidos de caducidad
por tantas nobles certidumbres del polvo,
nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de panteones,
cuya retórica de sombra y de mármol
promete o prefigura la deseable
dignidad de haber muerto.
Bellos son los sepulcros,
el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
la conjunción del mármol y de la flor
y las plazuelas con frescura de patio
y los muchos ayeres de la historia
hoy detenida y única.
Equivocamos esa paz con la muerte
y creemos anhelar nuestro fin
y anhelamos el sueño y la indiferencia.
Vibrante en las espadas y en la pasión
y dormida en la hiedra,
sólo la vida existe.
El espacio y el tiempo son formas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
como al cesar la luz
caduca el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue apagando.
Sombra benigna de los árboles,
viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
alma que se dispersa en otras almas,
fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
milagro incomprensible,
aunque su imaginaria repetición
infame con horror nuestros días.
Estas cosas pensé en la Recoleta,
en el lugar de mi ceniza.
EL SUR
Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de sombra haber mirado
esas luces dispersas,
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
–esas cosas, acaso, son el poema.
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