Capítulo Uno CONOCE AL MILLONARIO AUTOMÁTICO Nunca olvidaré cuando conocí por primera vez a un Millonario Automático. Yo tenía alrededor de veinticinco años e impartía una clase sobre inversiones en un programa local de educación para adultos. Jim McIntyre, un hombre de mediana edad, gerente de nivel medio para una compañía local de servicio público, era uno de mis estudiantes. No habíamos hablado mucho hasta un día en que se me acercó después de clase para preguntarme si podía hacer una cita conmigo con el objeto de revisar la situación financiera de él y su esposa. La petición me sorprendió. Aunque estaba convencido (y sigo estándolo) de que casi todos pueden beneficiarse del consejo de un planificador financiero experto, Jim no me parecía ser el tipo de persona que buscaría esa orientación. Le dije que estaba dispuesto a hacer una cita, pero que si quería mi ayuda, su esposa también tendría que venir, ya que mi grupo sólo administraba dinero para parejas que manejaban juntos sus finanzas. Jim sonrió: —No hay problema con eso —dijo—. Sue es la razón por la que estoy aquí. Ella asistió al seminario de Las mujeres inteligentes acaban ricas que usted ofreció y me dijo que yo debía inscribirme en su curso. Me ha gustado lo que usted ha dicho, y ambos pensamos que ya es hora de planificar un poco nuestras finanzas. Sabe, tengo pensado jubilarme el mes próximo. Eso sí me sorprendió. No dije nada, pero mientras examinaba detenidamente a Jim, dudé que pudiera estar en condiciones como para jubilarse. Por los comentarios que él había hecho en la clase, yo sabía que tenía un poco más de cincuenta años, que había trabajado en la misma compañía durante treinta años sin haber ganado nunca más de $40.000 al año, y que no creía en hacer presupuestos. También sabía que se consideraba a sí mismo un “ultraconservador”, así que me imaginé que no podía haber hecho una fortuna en el mercado de valores. Mi abuela, Rose Bach, me había enseñado a no juzgar jamás un libro por su cubierta. Pero algo no encajaba aquí. Tal vez Jim había heredado un montón de dinero. Mejor para él que así fuera, pensé. “¿QUÉ ES LO QUE NO CUADRA AQUÍ?” Cuando los McIntyre vinieron a mi oficina unos cuantos días después, parecían exactamente lo que eran: gente muy trabajadora, estadounidenses de tipo promedio. Lo que más me llamó la atención de Jim fue que vestía una camisa de salir de mangas cortas con un protector de bolsillo plástico en el bolsillo delantero. Su esposa, Sue, era un poquito más sofisticada, con algunos rayitos muy rubios en el cabello. Ella era cosmetóloga, un par de años más joven que Jim. Lo curioso era que no actuaban como personas de mediana edad. Estaban tomados de la mano como dos adolescentes de secundaria durante su primera cita, chispeantes de emoción. Antes de que pudiera preguntarles en qué podía ayudarlos, Jim comenzó a hablar acerca de sus planes y de lo que haría en su tiempo libre. Mientras, Sue no paraba de exclamar: —¡No es maravilloso que él se pueda jubilar tan jóven! La mayoría de la gente no puede jubilarse hasta que llegan a los sesenta y cinco años, si acaso, ¡pero Jim va a poder hacerlo a los cincuenta y dos! “NO NOS PRECIPITEMOS”. Al cabo de diez minutos de esto, tuve que interrumpir. —Señores, ustedes tienen un entusiasmo contagioso, pero no nos precipitemos. En los últimos años he conocido a prácticamente cientos de jubilados potenciales, y les digo esto: casi ninguno de ellos ha podido jubilarse a los cincuentitantos de años. —Miré a Jim a los ojos—. Por lo general, la gente viene a mi oficina para averiguar
si es que se pueden jubilar —dije—. Parece que ustedes ya están convencidos de que pueden. ¿Qué los hace sentirse tan seguros de que tienen los recursos para hacerlo? Jim y Sue intercambiaron una mirada. Entonces Jim se volvió hacia mí: —Usted no cree que somos lo suficientemente ricos —dijo—, ¿verdad? La manera en que Jim lo dijo no fue exactamente como una pregunta. —Bueno, ésa no es la forma en que yo lo hubiera planteado —contesté—, pero sí, hace falta bastante dinero para tener fondos suficientes para jubilarse antes de tiempo, y los ahorros de la mayoría de las personas de la edad de ustedes ni se acercan a lo que se necesita para eso. Sabiendo lo que sé acerca de su vida, tengo verdadera curiosidad por saber cómo es que ustedes pueden tener el dinero suficiente. Lo miré fijamente. Él, a su vez, me contempló serenamente. —Jim, usted sólo tiene cincuenta y dos años —le dije—. Teniendo en cuenta que solamente alrededor de una de cada diez personas tiene escasamente los fondos necesarios para retirarse a la edad de sesenta y cinco años con un estilo de vida similar al que tenían cuando estaban trabajando, tienes que admitir que jubilarse a tu edad, con tu ingreso, sería una verdadera proeza. Jim asintió. —Es cierto —dijo, y me entregó un fajo de documentos. Allí estaban los informes de impuestos sobre los ingresos de él y Sue, así como los estados financieros que listaban exactamente sus propiedades y sus deudas. Miré primero los informes de los impuestos sobre sus ingresos. El año anterior, Jim y Sue habían ganado un total de $53.946. Nada mal. No eran ricos, sin duda, pero era un ingreso adecuado. Bien, ¿qué más? ¿Cuánto debían? Pasé la vista por sus estados financieros. No pude encontrar ninguna deuda importante en las listas. —Aaah —murmuré levantando una ceja—. ¿Ustedes no tienen deudas? “LOS MCINTYRE NO TIENEN DEUDAS”. Intercambiaron otra mirada, y Sue le apretó la mano a Jim. —Los McIntyre no tienen deudas —dijo ella con una sonrisita burlona. —¿Y sus hijos? —pregunté. —¿Qué pasa con ellos? —respondió Jim—. Los dos salieron ya de la universidad, están por su cuenta, y que Dios los bendiga. —Pues está bien —dije—, vamos a ver las propiedades que tienen. Regresé al estado financiero. Habían dos viviendas en la lista: la casa en que ellos vivían (con un valor de $450.000) y una propiedad que arrendaban (otra casa valorada en $325.000). —¡Caramba! —exclamé—. ¿Dos casas y no tienen hipoteca en ninguna? —No— respondió Jim—. Ninguna hipoteca. Luego vinieron las cuentas de jubilación. El saldo del plan 401(k) de Jim llegaba en ese momento a los $610.000. Y había más. Sue tenía dos cuentas personales de jubilación que sumaban $72.000. Además, poseían $160.000 en bonos municipales y $62.500 en efectivo en una cuenta de ahorros del banco. Eso era tener una buena base de bienes. Si añadimos a esto algunas propiedades personales (incluído un bote y tres autos, todos pagados por completo), ¡el valor neto de la riqueza que poseían se acercaba a los $2 millones! Como quiera que se mire, los McIntyre eran ricos. No se trataba sólo de que sus muchas propiedades y bienes estuvieran libres de deudas (aunque eso era de por sí bastante asombroso); también tenían un flujo continuo de ingresos y dividendos que venían de sus inversiones, y $26.000 al año del alquiler generado por su segunda vivienda. Encima de eso, Jim había sido aprobado para recibir una pequeña pensión, y a Sue le gustaba tanto su profesión de cosmetóloga que planeaba seguir trabajando hasta los sesenta años (aunque no tenía necesidad de hacerlo). De repente, el plan de Jim de jubilarse a los cincuenta y dos no parecía una locura. En realidad, era completamente realista. Más que realista: ¡era emocionante! “HEREDAMOS CONOCIMIENTOs”. Normalmente, no me asombra lo rico que alguien sea. Pero había algo respecto a los McIntyre que me impresionó. No parecían ricos. Ni lucían como personas fuera de lo común. Por el contrario, parecían perfectamente comunes y corrientes: la pareja promedio agradable y trabajadora. ¿Cómo era posible que hubiesen acumulado una fortuna siendo relativamente tan jóvenes? Decir que me sentía confundido es poco. Pero también quedé enganchado. En esa época yo tenía alrededor de veinticinco años y, aunque estaba ganando bastante dinero, el dinero de mi salario se me acababa a fin de mes. Algunos meses lograba ahorrar un poco, pero lo más común era que se me complicaran las cosas o que gastara demasiado el próximo mes y no pudiera ahorrar ni un centavo. Muchos meses me daba la sensación de que, en vez de prosperar, me estaba quedando atrás, trabajando cada vez más para poder satisfacer mis gastos. Aquello, de verdad, me avergonzaba y me frustraba. Yo era un asesor financiero que les enseñaba a los demás cómo ahorrar, y, sin embargo, a menudo estaba corto de dinero. Peor aún: los McIntyre, quienes probablemente en su mejor año apenas habían ganado la mitad de lo que yo ganaba, eran millonarios, mientras que yo tenía cada vez más deudas. Era evidente que ellos sabían algo de cómo poner su dinero a funcionar que yo tenía que aprender. Y decidí descubrir qué era. ¿Cómo podían estas personas tan comunes haber acumulado semejante riqueza? Ansioso de conocer su secreto, pero sin saber dónde comenzar, por fin les pregunté: —¿Heredaron ustedes parte de esto? Jim soltó una risotada. —¿Heredar? —repitió sacudiendo la cabeza—. Lo único que heredamos fueron conocimientos. Nuestros padres nos enseñaron unas cuantas reglas sensatas respecto a la administración del dinero. Nosotros sólo hicimos lo que ellos dijeron, y de verdad que funcionó. Y lo mismo le sucedió a mucha gente que conocemos. De hecho, en nuestro barrio, alrededor de la mitad de nuestros amigos van a jubilarse este año, y muchos de ellos están aun en mejor situación que nosotros. En ese momento, yo ya estaba cautivado. Los McIntyre habían venido a entrevistarme acerca de cómo yo podía ayudarlos, pero ahora era yo quien quería entrevistarlos a ellos. UNA COSA ES SER RICO, Y OTRA, PARECERLO —Saben —les dije—, todas las semanas me reúno con personas que asisten a mis clases, igual que ustedes lo hicieron, pero que son exactamente lo opuesto de ustedes. Es decir, que parecen ricos, pero cuando examinas en detalle lo que realmente poseen, a menudo resulta que no sólo no son ricos, sino que están arruinados. Esta misma mañana, me reuní con un hombre que conducía un Porsche nuevo y que llevaba un reloj Rolex de oro. Parecía riquísimo, pero cuando examiné sus estados de cuenta descubrí que estaba endeudado al máximo. Un tipo de unos cincuenta y cinco años, que vive en una casa de medio millón de dólares con una hipoteca de $800.000. Con menos de $100.000 ahorrados, deudas de más de $75.000 en tarjetas de crédito, ¡y estaba alquilando un Porsche! Además, les está pagando manutención a dos ex esposas. Al llegar aquí, ninguno de los tres pudimos aguantarnos. Todos comenzamos a reírnos. —Sé que eso no es chiste —dije—, pero esta persona, que luce rica y exitosa, en realidad es un desastre financiero y emocional. Manejó sus finanzas como maneja su Porsche: siempre al máximo de velocidad. Y entonces vienen ustedes. En un Ford Taurus. Jim tiene un reloj Timex de hace diez años… —Para nada —interrumpió Jim con una sonrisa—. Este Timex tiene dieciocho años. —¡Eso es! —dije—. Un Timex de dieciocho años. Y ustedes son ricos. Son felices como lombrices, siguen casados, pagaron los estudios universitarios de sus dos hijos, y se están jubilando con cincuentitantos años. Así que, por favor, díganme: ¿cuál es su secreto? Tienen que tener un secreto, ¿verdad? Sue me miró fijamente. —¿De verdad que quieres saber? —preguntó. Asentí sin decir palabra. Sue miró a Jim: —¿Crees que podemos dedicarle quince minutos adicionales para explicárselo? —Claro que sí —dijo Jim—. ¿Qué son quince minutos? —Se volvió hacia mí—. Sabes David, tú conoces este asunto. Lo enseñas a diario. Pero nosotros lo vivimos. JIM Y SUE COMPARTEN SU HISTORIA Sue respiró profundamente y entonces comenzó a relatar su historia. —Bueno, ante todo, nos casamos jóvenes. Jimmy tenía veintiún años cuando comenzamos a salir, y yo, diecinueve. Nos casamos tres años más tarde. Después de nuestra luna de miel, nuestros padres nos sentaron y nos dijeron a ambos juntos que teníamos que tomar en serio nuestras vidas. Dijeron que teníamos una opción. Podíamos trabajar toda la vida para ganar dinero y vivir de mes a mes, de cheque a cheque, como la mayoría de la gente. O podíamos aprender a hacer que nuestro dinero trabajara para nosotros y disfrutar realmente nuestras vidas. El truco, dijeron, era sencillo. Cada vez que ganes un dólar, debes asegurarte de pagarte a ti primero. “DECIDIMOS PAGARNOS A NOSOTROS PRIMERO”. Jim asintió con la cabeza. —Sabes —dijo—, la mayoría de la gente piensa que cuando recibe su cheque salarial, lo primero que tienen que hacer es pagar todas sus cuentas… y luego, si queda algo, pueden ahorrar unos cuantos pesos. En otras palabras, págale a todo el mundo primero y, por último, a ti. Nuestros padres nos enseñaron que para realmente salir adelante tienes que invertir este concepto. Separa unos cuantos dólares para ti, y DESPUÉS paga el resto de tus cuentas. Jim se recostó en su silla y se encogió de hombros, como quien dice, “Eso no es nada”. Sue sonrió y negó con la cabeza: —Jim lo dice como si fuera fácil —dijo—, pero la verdad es que tuvimos que aprender cómo ahorrar nuestro dinero. Al principio, tratamos de limitarnos a un presupuesto, pero, no sé por qué, las cuentas nunca salían bien y comenzamos a discutir frecuentemente. Un día llamé a mi mamá, disgustada por una pelea sobre dinero que habíamos tenido, y ella me dijo que hacer un presupuesto no iba a funcionar. Me dijo que ella y mi papá habían tratado de hacerlo, pero que eso los había conducido a interminables discusiones. Así que decidieron abandonar el presupuesto y, en su lugar, sacar el 10 por ciento de sus cheques salariales y colocar ese dinero en una cuenta de ahorros antes de verlo o de tener la oportunidad de gastarlo en algo. —“Vas a sorprenderte de lo rápidamente que te acostumbras a no contar con ese 10 por ciento”, me dijo. “Y, mientras tanto, se está acumulando en el banco”. El secreto, me explicó, es que no puedes gastar lo que no ves. Y eso fue lo que hicimos. Al principio comenzamos a separar sólo el 4 por ciento de nuestro ingreso, y poco a poco fuimos aumentando esa cantidad. Hoy día, ahorramos el 15 por ciento. Pero por lo general siempre ahorrábamos alrededor del 10 por ciento, tal y como mamá decía. —¿Y qué hicieron con sus ahorros? —le pregunté. —Bueno —dijo Sue—, lo primero que hicimos fue comenzar a ahorrar para nuestra jubilación. —Sabes, en esa época no teníamos planes 401(k) —interrumpió Jim—. Pero muchas compañías, entre ellas la mía, tenían planes de pensión que te permitían añadir dinero adicional si querías. La mayoría de nuestros amigos ni se molestaron. Pero nosotros sí. Sue retomó el relato nuevamente. —Después de eso, nuestra próxima prioridad fue ahorrar lo bastante para poder comprar una casa. Nuestros padres nos dijeron que sus viviendas habían sido la mejor inversión que había hecho en sus vidas, que nada te da la libertad y la seguridad que te brinda ser dueño de una vivienda. Pero la clave, decían, era ser dueño sin tener deudas sobre la propiedad. En otras palabras, paga esa hipoteca tan pronto como puedas. Decían que mientras nuestros amigos estaban ocupados decorando sus apartamentos ostentosamente, o cenando fuera todos los días, nosotros deberíamos vigilar nuestros gastos y ahorrar lo más que pudiéramos. Nos recalcaban la idea de que mucha gente malgasta gran cantidad de dinero en cosas insignificantes. Sue miró a Jim. —¿Te acuerdas, mi amor? —le preguntó. —Claro que me acuerdo —respondió Jim, y se volvió hacia mí—. Sabes, el truco para prosperar en las finanzas no consiste en ser tacaño y aburrido. Consiste en vigilar los detalles, esos pequeños hábitos de gastos que te sería más conveniente abandonar. En nuestro caso, nos dimos cuenta de que una de las principales “pequeñeces” en las que estábamos gastando demasiado dinero eran los cigarrillos. Ambos fumábamos alrededor de una cajetilla al día, y nuestros padres lo odiaban. En esa época comenzaban a darse a conocer los riesgos de salud del fumar, y ellos nos dijeron que si dejábamos de gastar dinero en cigarrillos, probablemente en dos años podríamos ahorrar lo suficiente como para poner el dinero de entrada para comprar una casa. Y al mismo tiempo estaríamos protegiendo nuestra salud. “VIGILAMOS NUESTRO FACTOR CAFÉ LATTE”. Jim se inclinó hacia delante en su asiento. —¿Te acuerdas de ese concepto de tus seminarios al que llamas El Factor Café Latte,* con el que le enseñas a la gente a dejar de malgastar su dinero en café caro cada mañana y, en vez de eso, a invertirlo? Asentí con un gesto. —Bueno, mi papá no lo llamaba así, pero era lo mismo. Él lo podía haber llamado el factor cigarrillo o el factor “No gastes tu dinero como un tonto”. La idea era idéntica. Si ahorrábamos unos cuantos dólares al día, al cabo de un tiempo podríamos comprar nuestra propia vivienda. Dijo que si arrendábamos siempre seríamos pobres, haciendo rica a otra persona. Si comprábamos una vivienda, al final nosotros nos haríamos ricos. —¿Eso es todo? —pregunté—. ¿Ahorraron un poco de dinero al eliminar los cigarrillos y compraron una casa? —Miré a Jim y a Sue. Ellos me respondieron con una sonrisa y asintieron—. Pero, ¿cómo terminaron siendo propietarios de dos casas, ambas libres de hipotecas? —Bueno, en realidad no tenemos dos viviendas —dijo Sue—. Tenemos una vivienda y una propiedad que arrendamos. Ésa fue otra parte del secreto. Jim prosiguió con la historia. —Nuestros padres nos enseñaron un truco que facilita liquidar la hipoteca antes de tiempo. Es un truco que, según ellos, los bancos odiarían, pero que a nosotros nos iba a encantar, y estaban en lo cierto. Hoy en día, es más fácil que nunca hacerlo. Lo que tienes que hacer es tomar tu pago hipotecario y, en vez de pagarlo todo una vez al mes, pagas la mitad cada dos semanas. Si haces eso de forma regular, al final del año habrás dado un pago adicional sin que jamás sientas la falta del dinero. Así que, en lugar de demorarte treinta años en liquidar tu hipoteca, la pagarás en veintitrés. Pensamos que si seguíamos este plan podríamos comprar una vivienda cuando tuviéramos alrededor de veinticinco años de edad y ser dueños de ella, sin deudas, cuando estuviéramos llegando a los cincuenta. Lo que sucedió fue aún mejor. Acabamos haciendo aún más pagos adicionales de hipoteca de manera consistente. Así que, pocos años antes de cumplir los cuarenta, la casa estaba pagada por completo. —¿Y entonces qué pasó? —pregunté. —Entonces, como ya no teníamos que hacer más pagos de hipoteca, nos sobraba dinero todos los meses —me dijo Jim con una amplia sonrisa—. Pensamos que podíamos malgastarlo, o podíamos comprar una casa mejor y arrendar la otra. Y eso fue lo que hicimos, usando el mismo truco con el sistema de pago para liquidar la hipoteca más rápidamente. Y dimos en el clavo: casi sin darnos cuenta, éramos dueños de dos viviendas en las que no debíamos nada, una en la que vivíamos, y la otra que arrendábamos para recibir un buen ingreso adicional de manera fija. —Buen plan —dije. Jim asintió enérgicamente. —Otra cosa que la mamá y el papá de Sue nos enseñaron fue no comprar jamás a crédito —dijo él—. Ellos seguían una regla estricta que nos transmitieron y que nosotros hemos trasmitido a nuestros hijos: por grandes que sean, las compras se pagan con dinero en efectivo, o no se compran. La única excepción es la compra de una casa, y, como decía Sue, hay que pagar la hipoteca lo más pronto que puedas. No siempre es fácil, pero ésa es la regla. —Así es —interrumpió Sue—. Jim tuvo que ahorrar durante cinco años para poder comprar su bote. —E incluso cuando lo hice, preferí comprar uno usado —agregó él—. Pero no me importa. Me sentí feliz con dejar que otra persona cometiera el error de comprarlo nuevo al precio de venta… para que luego me lo vendiera por una fracción de lo que él había pagado. Hicimos lo mismo con todos nuestros autos. Siempre comprábamos autos usados, y nunca nos arrepentimos. Haz que un mecánico confiable revise el auto, cuídalo bien, y va a funcionar como uno nuevo. —La cuestión es —dijo Sue— que si no teníamos el dinero en efectivo suficiente para comprar algo, no lo comprábamos. Durante todos los años que hemos estado casados, nunca hemos tenido deudas de tarjetas de crédito. Cuando usábamos las tarjetas, las liquidábamos el mismo mes. Ése fue otro consejo de nuestros padres que los bancos, decían ellos, iban a odiar y nosotros a adorar. EL SECRETO MÁS IMPORTANTE Me eché hacia atrás en mi silla, asombrado de cuán sencillo los McIntyre pintaban el asunto. Tenía que haber una trampa. Pensé en eso durante un momento, y entonces me di cuenta de lo que era. —Todo lo que están hablando —dije— tiene sentido. Reducir los gastos innecesarios, acelerar los pagos de la hipoteca, pagarse ustedes mismos primero, comprar sólo en efectivo, evitar las deudas de las tarjetas de crédito; tienen razón en todo. Son éstas las cosas que enseño en mis seminarios. Pero para implementarlo como ustedes lo han hecho debe haber sido necesario una enorme fuerza de voluntad. De veras, me quito el sombrero ante ustedes. Desearía que todo el mundo poseyera ese tipo de autodisciplina que, evidentemente, tienen ustedes. Por desgracia, la mayoría de nosotros no la tenemos. Me imagino que por eso la mayoría de las personas nunca se hacen ricas como ustedes lo han hecho. Una vez más, Jim y Sue intercambiaron miradas. Ambos sonrieron y, con un gesto, Jim invitó a Sue a que explicara. NO NECESITAS FUERZA DE VOLUNTAD NI DISCIPLINA —Pero ése es el punto —comenzó ella—. Nosotros no tenemos una enorme fuerza de voluntad. Si seguir los consejos de nuestros padres hubiera sido cuestión de autodisciplina, no creo que nos habría ido tan bien como nos ha ido. —Creo que nos habría ido muy mal —interrumpió Jim—. Quiero decir, Sue tiene un poco de autocontrol, pero yo… ¡olvida eso! Ahora yo me sentía realmente confundido. —No lo entiendo —dije—. Si ustedes no tienen una autodisciplina especial, ¿cómo lo lograron? Después de todo, vivimos en una sociedad en la que la publicidad y la industria del entretenimiento (y hasta el gobierno) nos bombardean constantemente con tentaciones para que hagamos exactamente lo contrario de todo lo que sus padres les dijeron que hicieran. Entonces, ¿cómo resistieron? ¿Cómo lograron empeñarse en seguir todas esas reglas frente a todas esas tentaciones? Mi intención al preguntárselo era más que pura curiosidad profesional. Como ya dije, en ese momento yo tenía alrededor de veinticinco años, y me estaba resultando increíblemente difícil ser lo bastante disciplinado como para ahorrar la cantidad de dinero que yo sabía que debía ahorrar. Mi profundo deseo de saber se me habrá notado en el rostro, porque tanto Jim como Sue se echaron a reír repentinamente. Poco después, yo también me eché a reír. —Sabes, David —dijo Jim finalmente—, tenemos una hija que es un poquito más joven que tú. Así que, créaslo o no, entendemos lo difícil que puede resultarle a un veinteañero adquirir la disciplina de ahorrar dinero. Pero eso es lo bueno de nuestro método. No se necesita disciplina. Lo miré con una expresión de duda en mi rostro. —No me sorprende que te sientas escéptico —dijo Jim—. Es tan fácil y obvio que inclusive a alguien que sabe tanto de dinero como tú le cuesta trabajo verlo. Pero se trata de lo siguiente: digamos que tú sabes que tienes que hacer algo, pero temes sentirte tentado a hacer otra cosa. ¿Cómo puedes estar seguro de que haces lo correcto? Jim me miró. Yo me encogí de hombros. —Como ya dije —continuó—, es fácil y obvio. Te quitas la responsabilidad de esa decisión. Arreglas la cosa de forma que lo que debes hacer suceda automáticamente. —¿Recuerdas lo que te estaba diciendo anteriormente, acerca de cómo empezamos a pagarnos a nosotros mismos primero? —intervino Sue—. Lo que nosotros hicimos fue preparar las cosas de forma que una porción de nuestro salario fuera deducida automáticamente de nuestros cheques y colocada en una cuenta de ahorros. Cuando todo quedó arreglado, ya no tuvimos de qué preocuparnos. No estaba en nuestras manos… literalmente. —Por supuesto —dije—. Es como los programas sistemáticos de ahorros e inversiones de los que yo hablo en mi clase. Con la diferencia de que ustedes lo aplican a todos los aspectos de sus finanzas. —¡Exactamente! —exclamó Jim— Si no tienes que pensar en eso, no hay oportunidad de que te olvides de hacerlo, o peor aún, de cambiar de opinión y, a propósito, no hacerlo. Una vez que la decisión está fuera de tus manos, no hay forma de que te sientas tentado a hacer lo incorrecto. “DECIDIMOS CONVERTIRNOS EN MILLONARIOS AUTOMÁTICOS”. Ahora le tocó el turno a Sue nuevamente. —Nuestros padres lo llamaban “protegerte de ti mismo” –dijo—. No teníamos que preocuparnos de poseer ningún poder especial, porque en realidad no teníamos nada que hacer, excepto decidir al principio que queríamos ser ricos. Con la ayuda de esta gran cosa llamada “deducción salarial” hicimos que todo fuera automático. Creamos un sistema automático y prácticamente infalible para alcanzar la riqueza. Hicimos que la empresa donde trabaja Jim extrajera dinero de su pago mensual y lo invirtiera en su cuenta de jubilación. Manejamos nuestros pagos hipotecarios acelerados de forma parecida. En cuanto los bancos comenzaron a ofrecer programas de transferencia automática, hicimos que el nuestro sacara nuestro pago hipotecario mensual (y un poquito más) directamente de nuestra cuenta de cheques, sin que nosotros tuviéramos que hacer ni decir nada. También usamos un método de deducciones sistemáticas para invertir automáticamente una porción de nuestros dos sueldos en fondos mutuos. Con el tiempo, hasta hicimos automática nuestra contribución a obras benéficas. Siempre tuvimos la costumbre de dar un poco cada año a obras de caridad, pero a medida que pasaba el tiempo nos dimos cuenta de lo fácil que sería hacer el proceso automático. —Entiende esto —dijo Jim—, no estamos hablando de cantidades enormes de dinero. Al principio, pedí que dedujeran menos de cincuenta dólares al mes de mi cheque salarial. Pero con el tiempo, se va acumulando una buena cantidad. Bajé la vista y le eché una ojeada a los estados financieros, con su valor neto de siete dígitos. —Lo que han hecho ustedes no es broma —dije—. De verdad que esto es asombroso. Sue McIntyre sacudió la cabeza. —Ahí es donde te equivocas —dijo tranquilamente—. No es asombroso. Si nosotros podemos hacerlo, cualquiera puede. Decidiéndonos desde que éramos jóvenes a ser ricos y, luego, creando un sistema automático para alcanzar la riqueza, logramos algo que no podía fallar. Es como el eslogan de Nike, pero algo cambiado. Ellos dicen: “Sólo hazlo”. Nosotros decimos: “Hazlo… sólo una vez”. Cuando se trata de dinero, todo lo que tienes que hacer es automatizar tu sistema, y eso es todo. Jim asintió. —Sabes, cuando comenzamos, la tecnología para hacer las cosas automáticamente era nueva y la mayoría de nuestros amigos no confiaban en ella. Pero hoy en día, es fácil hacerlo. Es decir, con todos los programas que existen ahora, se pueden automatizar todas tus transacciones financieras en prácticamente cuestión de minutos. Lucy, nuestra hija, automatizó todas sus cuentas en menos de una hora. Ahora ya está en camino de convertirse en una millonaria automática, igual que nosotros. —No creas —dijo Sue riéndose— que hay que ser unos chapados a la antigua como nosotros para que esto te sirva. Sé que la recomendación viene de alguien allegado, pero nuestra Lucy es una joven muy a la moda. No usa Timex en la muñeca. —Ah, sí —sonrió francamente Jim—. Ella tiene uno de esos Swatches. Muy sofisticados y todo eso, pero no absurdamente caros. —Y ahí está el detalle —dijo Sue—. Puedes ahorrar y, aun así, divertirte y lucir muy bien. No tienes que convertirte en un desastrado para hacerte rico. Sin duda que nosotros no lo éramos. La hemos pasado fantásticamente bien durante los últimos treinta años, tanto como nuestros amigos, si no más, porque nuestras vidas han estado libres de las tensiones que provocan que uno se esté preocupando a diario por el dinero. Los McIntyre salieron de mi oficina igual que habían entrado, tomados de la mano, mirando optimistas hacia un futuro juntos, con toda la emoción de una pareja de recién casados. Me quedé sentado ante mi escritorio durante largo rato, pensando en lo que me habían dicho, sobre todo en las palabras finales de Jim y Sue. La clave, dijeron, era “prepararte para el éxito”. ¿Por qué hacer algo difícil del proceso de hacerte rico, dijeron, cuando puedes hacerlo fácil? Me di cuenta de que tenían razón. Siempre y cuando sepas qué hacer y puedas hacerlo “automáticamente”, cualquiera puede convertirse en un Millonario Automático. Esa sesión con los McIntyre fue un momento decisivo en mi vida. Me hizo darme cuenta del paso crucial para crear un cambio duradero y positivo en la manera en que manejas tu dinero. ¡HAZLO AUTOMÁTICO! Como resultado de lo que aprendí ese día con los McIntyre, he automatizado todas mis operaciones financieras. Y, ¿saben una cosa? Funcionó. Hoy día, yo también soy un Millonario Automático. AHORA TE TOCA A TI La historia de los McIntyre, y de cómo se hicieron ricos sin disciplina, mediante la acumulación lenta y continua de riqueza, puede convertirse en tu propia historia. Para aprender a hacerlo, dale vuelta a la página y sigue leyendo. Sólo te faltan unas pocas horas para descubrir una nueva manera de pensar y una nueva manera de manejar ese dinero que tanto trabajo te cuesta ganar. Estás en camino de convertirte en un Millonario Automático. Capítulo Dos EL FACTOR CAFÉ LATTE: Cómo convertirse en un Millonario Automático con sólo unos cuantos dólares al día “El problema no es lo que ganamos… ¡sino lo que gastamos!” ¿Por dónde comenzamos? Probablemente no por donde piensas. La mayoría de la gente cree que el secreto para hacerse rico es descubrir nuevas formas para aumentar lo más pronto posible los ingresos. “Si yo pudiera ganar más dinero”, aseguran, “sería rico”. ¿Cuántas veces has oído a alguien decir eso? ¿Cuántas veces te lo has dicho a ti mismo? Pues bien, eso, sencillamente, no es cierto. Pregúntale a cualquiera que haya recibido un aumento de sueldo el año pasado si sus ahorros aumentaron. En casi todos los casos, la respuesta será “no”. ¿Por qué? Porque la mayoría de las veces mientras más ganamos, más gastamos. Hay muchísimas lecciones que todos podemos aprender de los McIntyre, pero si hay que sacar algo en especial de su historia, es lo siguiente: Lo que ganas apenas influye en si eres capaz o no de ser rico, y en si llegarás o no a serlo. Recuerda lo que me dijo Jim McIntyre: él nunca habló de cuánto dinero ganaba en su empleo ni cuánto ganaba con sus inversiones. El truco para prosperar en tus finanzas es, me dijo, vigilar los detalles: tus pequeños hábitos de gastos de los que te convendría desprenderte. A la mayoría de la gente le cuesta mucho trabajo creer esto. ¿Por qué? Porque les han enseñado todo lo contrario. Vivimos en una sociedad donde se ha vuelto casi patriótico gastar cada centavo de nuestro salario. De hecho, a menudo gastamos nuestros aumentos de sueldo incluso antes de recibirlos. Esto lo saben los comerciantes; cada noviembre y diciembre publican y transmiten anuncios publicitarios diseñados para hacer que la gente gaste sus bonos de fin de año. Hasta el gobierno promueve esta idea. La forma de mejorar la economía, dicen los políticos, es reducir los impuestos—porque si se pone un poquito más de dinero en los bolsillos de las personas, lo más lógico es que salgan a gastárselo. Por desgracia, esto conlleva un problema. Si vives de cheque a cheque, gastando todo lo que ganas, lo que estás haciendo en efecto es correr una carrera que no podrás ganar. He aquí cómo luce la carrera: VE A TRABAJAR… GANA DINERO… GASTA DINERO… VE A TRABAJAR… GANA DINERO… GASTA DINERO… VE A TRABAJAR… Fíjate en cómo siempre se regresa a VE A TRABAJAR. Este es el interminable tráfago en que está la mayoría de la gente. Algunos lo llaman la “carrera de las ratas”. Es una carrera inexorable en la que las personas trabajadoras se rompen el lomo, trabajando cuarenta a cincuenta horas a la semana o más, para acabar con muy pocos beneficios, ya que al final del mes su cheque salarial ya está gastado.
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