—Deberíamos ir a un bar y celebrar.
No me sorprendió la enfática declaración de mi compañero de apartamento. Cary Taylor encontraba excusas para celebrar, sin importar qué tan pequeñas o ilógicas fuesen. Siempre me pareció parte de su encanto.
—Estoy segura de que tomar un trago la noche antes de comenzar un nuevo empleo es una pésima idea.
—Vamos, Eva —Cary estaba sentado en el piso de nuestra nueva sala de estar, rodeado por media docena de cajas. Me lanzó una encantadora sonrisa. Llevábamos días desempacando y, a pesar de ello, él seguía luciendo asombrosamente bien. Delgado, de cabello oscuro y ojos verdes, Cary era un hombre que rara vez dejaba de verse guapísimo. Eso tal vez me habría molestado si no fuera la persona más importante del universo para mí.
—No estoy hablando de irnos de juerga —insistió—. Tan solo una o dos copas de vino. Podemos aprovechar la happy hour y estar de regreso a las ocho.
—No sé si podré llegar a tiempo —respondí, señalando mis pantalones de yoga y mi camiseta—. Después de calcular cuánto tiempo me tomará llegar al trabajo, iré un rato al gimnasio.
—Camina rápidamente, haz ejercicio rápidamente —las cejas arqueadas de Cary me hicieron reír. Realmente creía que su rostro perfecto aparecería algún día en las vallas y revistas de moda del mundo entero. Sin importar su expresión, siempre era espectacular.
—¿Y si vamos mañana después del trabajo? —le propuse—. Si sobrevivo al día, valdrá la pena celebrarlo.
—Trato hecho. Voy a amansar la cocina nueva y a hacer la cena.
—Mmmm… —cocinar era uno de sus mayores placeres pero, lamentablemente, no era uno de sus talentos—. Perfecto.
Tras retirar un mechón caprichoso de su cara, me sonrió.
—Tenemos una cocina por la que la mayoría de restaurantes matarían. Aquí es imposible estropear una comida.
Con serias dudas, me despedí y salí, no tenía ningún deseo de hablar de culinaria. Tomé el ascensor al primer piso y sonreí al portero cuando me abrió la puerta con gestos exagerados.
En el momento en que me encontré afuera, me abrazaron los olores y sonidos de Manhattan invitándome a explorarla. En lugar de en el otro extremo del país, parecía encontrarme a universos de distancia de mi antiguo hogar en San Diego. Dos grandes metrópolis —una siempre templada y sensualmente perezosa, la otra llena de vida y delirante de energía. En mis sueños había imaginado una vida en Brooklyn pero, siendo una buena hija, acabé en el Upper West Side. Si Cary no hubiera vivido conmigo, me habría sentido terriblemente sola en el espacioso apartamento que mensualmente costaba más de lo que la mayoría de la gente gana en un año.
El portero me habló mientras inclinaba su gorra.
—Buenas noches señorita Tramell. ¿Necesita un taxi?
—No, gracias Paul —respondí balanceándome en la suela redondeada de mis zapatos deportivos—. Caminaré.
—Ya ha bajado la temperatura. Será agradable —exclamó sonriendo.
—Me han dicho que debo aprovechar el clima en junio, antes de que se vuelva infernalmente caliente.
—Es un buen consejo, señorita Tramell.
Al abandonar el moderno alero de vidrio que de alguna manera se amalgamaba con la edad del edificio y sus vecinos, disfruté de la relativa paz de mi calle poblada de árboles antes de llegar al bullicio y tráfico de Broadway. Esperaba, algún día pronto, encajar allí pero, por el momento, seguía sintiéndome como una falsa neoyorquina. Tenía el domicilio y el empleo, pero seguía recelando del metro y me costaba trabajo conseguir un taxi. Intentaba no caminar con los ojos como platos y distraída, pero no era fácil. Había tanto que ver y experimentar.
Los estímulos sensoriales eran increíbles: el olor del humo de los vehículos mezclado con el de las comidas; los gritos de los vendedores ambulantes confundidos con la música de los artistas callejeros; la impresionante gama de rostros, estilos y acentos; las maravillas arquitectónicas… y los autos. Jesucristo. El flujo frenético de automóviles no se parecía a nada que hubiese visto en mi vida.
Siempre había una ambulancia, patrulla o un camión de bomberos intentando atravesar los ríos de taxis amarillos con el lamento electrónico de sus ensordecedoras sirenas. Me sentía intimidada por los torpes camiones de la basura que navegaban por diminutas calles de una vía y los conductores de las camionetas de reparto que enfrentaban el pesado tráfico para cumplir plazos estrechos.
Los verdaderos neoyorquinos se desplazaban por todo aquello como si nada, su amor por la ciudad tan cómodo y familiar como el par de zapatos preferido. Ellos no veían con romántica emoción el vapor saliendo de las grietas y conductos de ventilación de las aceras y no pestañeaban cuando la tierra vibraba bajo sus pies al pasar el metro… mientras, yo sonreía como una idiota y flexionaba mis dedos. Nueva York era una nueva aventura amorosa para mí. La observaba arrobada y se me notaba.
Realmente tenía que esforzarme para parecer tranquila mientras me dirigía al edificio en el que trabajaría. Al menos en lo relativo a mi empleo, me había salido con la mía. Quería ganarme la vida por mis propios méritos y eso significaba comenzar desde abajo. A partir de la mañana siguiente, sería la asistente de Mark Garrity en Waters Field & Leaman, una de las principales agencias de publicidad de los Estados Unidos. Mi padrastro, el mega-financiero Richard Stanton, se enojó cuando acepté el empleo, señalando que si yo fuese menos orgullosa podría haber trabajado para uno de sus amigos y cosechar los beneficios de dicha conexión.
—Eres tan terca como tu padre —me dijo—. Y a él le tomará toda la vida pagar tus préstamos de estudio con su salario de policía.
Esa había sido una pelea importante y mi padre estaba poco dispuesto a ceder.
—Está loco si cree que otro hombre va a pagar por la educación de mi hija —había exclamado Víctor Reyes cuando Stanton hizo la oferta. Me pareció digno de respeto por ello y sospechó que a Stanton también, aunque nunca lo admitiría. Entendía la posición de ambos hombres porque yo misma había luchado para pagar los préstamos por mí misma… y había fracasado. Para mi padre era un asunto de orgullo. Mi madre se había rehusado a casarse con él pero él nunca había vacilado en su determinación de ser mi padre y de demostrarlo en todas las formas posibles.
Sabiendo que era inútil irritarse por las antiguas frustraciones, me concentré en comenzar a trabajar lo más pronto posible. Programé la caminata en un horario de mucho movimiento el lunes, así que me sentí satisfecha cuando llegué al Edificio Crossfire, que alberga las oficinas de Waters Field & Leaman, en menos de treinta minutos.
Alcé la vista y seguí el perfil del edificio hasta el cielo. El Crossfire era francamente impresionante: una elegante aguja de brillante zafiro que atravesaba las nubes. Sabía, gracias a las visitas para las entrevistas, que el interior tras las decoradas puertas giratorias de marco cobrizo era igualmente asombroso, con pisos y paredes de mármol veteado de dorado y mostradores y torniquetes de seguridad de aluminio brillante.
Extraje del bolsillo de mis pantalones mi nuevo documento de identificación y lo enseñé a los dos guardias de traje negro que me esperaban en el mostrador. Me examinaron, sin duda porque no iba muy abrigada, pero finalmente me permitieron entrar. Tras el viaje en ascensor hasta el piso veinte, tendría una idea general de la ruta completa de mi casa a la oficina.
Me dirigía a los ascensores cuando a una esbelta y bellamente arreglada morena se le enredó la cartera en un torniquete, girando y dejando caer un diluvio de monedas. Las monedas llovieron sobre el mármol y rodaron alegremente mientras yo observaba a la gente evitar el caos y continuar su camino como si nada. Sentí simpatía y me agaché —al tiempo con uno de los guardias— a ayudar a recoger el dinero.
—Gracias —soltó con una breve y azorada sonrisa.
Le sonreí en respuesta.
—No hay problema. A mí también me ha sucedido.
Acababa de ponerme en cuclillas para alcanzar una moneda de cinco centavos cerca de la entrada, cuando me encontré con un par de zapatos lujosos rodeados por unos elegantes pantalones negros. Esperé un segundo a que el hombre cambiara de curso pero no lo hizo, así que levanté la vista. El lujoso traje de tres piezas me impresionó bastante, pero realmente lo que más me impactó fue el poderoso y esbelto cuerpo que lo llenaba. A pesar de toda esa masculinidad apabullante, no fue sino hasta que llegué a su rostro que entendí el valor de lo que tenía enfrente.
—¡Caramba! Solo… caramba.
Él se agacho con elegancia frente a mí. Golpeada por toda esa exquisita masculinidad, yo tan solo lo observaba. Estaba aturdida.
Luego, el aire que nos rodeaba cambió…
Mientras él me miraba, se alteró… como si un escudo protector hubiese abandonado sus ojos, revelando una fuerza de voluntad abrasadora que succionó el aire de mis pulmones. El intenso magnetismo que irradiaba se intensificó, convirtiéndose en una impresión casi tangible de poder vibrante e implacable.
Retrocedí, reaccionando instintivamente, y caí torpemente de espaldas.
Mis codos golpearon fuertemente el mármol pero a duras penas sentí el dolor. Estaba demasiado ocupada observando, fascinada por el hombre que tenía enfrente. Un cabello negro como la noche enmarcaba un rostro tan maravilloso que quitaba el aliento. Su cuerpo haría llorar de emoción a un escultor, mientras su boca firme, nariz afilada y unos ojos de un azul intenso lo hacían brutalmente guapo. Aparte de unos ojos levemente entrecerrados, sus rasgos eran de total impasividad.
Tanto su camisa como su traje eran negros, pero la corbata hacía juego perfectamente con los ojos. Sus ojos eran inteligentes, observadores y se clavaron en mí. Mi corazón comenzó a galopar; mis labios se abrieron para dar paso a una respiración acelerada. Olía pecaminosamente bien; no a agua de colonia… tal vez gel de ducha o champú. Lo que quiera que fuera, era muy provocativo… como todo él.
Me extendió una mano, dejando a la vista unos gemelos de ónix y un reloj de aspecto muy costoso.
Con una inhalación temblorosa, coloqué mi mano en la suya. Mi pulso dio un brinco cuando la apretó fuertemente. Su solo toque envió un corrientazo a lo largo de mi brazo y me erizó los pelos de la nuca. Por un momento no se movió y el espacio entre sus arrogantemente bien delineadas cejas se frunció.
—¿Está usted bien?
Su voz era refinada y suave, con una ligera aspereza que me agitó el estómago. Me hizo pensar en sexo. Sexo extraordinario. Por un momento pensé que me llevaría a un orgasmo con tan solo decirme unas palabras.
Mis labios estaban resecos, así que los humedecí con mi lengua antes de responder:
—Estoy bien.
Se puso de pie con una gran economía de movimientos, levantándome con él. Mantuvimos el contacto visual porque yo era incapaz de desviar la mirada. Era más joven de lo que había pensado; menor de treinta creo, pero sus ojos denotaban más experiencia. Duros y tremendamente inteligentes.
Me sentía atraída por él, como si tuviera una soga atada a mi cintura y él estuviese tirando inexorablemente de ella.
Recuperándome del aturdimiento, lo solté. No solo era guapísimo; era… fascinante. Era el tipo de hombre que hace que las mujeres deseen rasgar su camisa para ver los botones desparramarse junto con sus inhibiciones. Lo observé con su civilizado, fino y monstruosamente costoso traje y mi mente se llenó de imágenes de sexo crudo, primario, salvaje.
Él se agachó a recoger mi tarjeta de identificación —que yo no había visto caer—, liberándome de su mirada provocadora. Mi cerebro volvió a funcionar.
Estaba molesta conmigo misma por sentirme tan torpe mientras él permanecía totalmente dueño de sí mismo. Y ¿por qué? Porque me encontraba totalmente deslumbrada, maldita sea.
Dirigió su mirada hacia mí y la situación —él casi arrodillado ante mí— volvió a desequilibrarme. Mientras se levantaba, sostuvo mi mirada.
—¿Está segura de que se encuentra bien? Debería sentarse un minuto.
Mi rostro se acaloró. Qué delicioso parecer torpe e incómoda frente al hombre más seguro y elegante que me había topado en la vida.
—Tan solo perdí el equilibrio. Estoy bien.
Desviando la mirada, vi a la mujer cuya cartera había caído. Le agradeció al guardia su ayuda y luego se acercó a mí deshaciéndose en disculpas. Le extendí mi mano con las monedas que había recogido, pero su mirada estaba fija en el dios a mi lado y rápidamente se olvidó por completo de mí. Tras un segundo, estiré la mano y deposité las monedas en su cartera. Luego me arriesgué a mirar al hombre nuevamente y descubrí que seguía observándome mientras la morena le daba las gracias exageradamente. A él. No a mí, desde luego, que era quien realmente le había ayudado.
Haciendo caso omiso de ella, levanté la voz.
—¿Podría devolverme mi identificación, por favor?
Me la entregó. Aunque me esforcé por recibirla sin tocarlo, sus dedos me rozaron, enviando una vez más un corrientazo de conciencia por todo mi cuerpo.
—Gracias —murmuré antes de rodearlos y salir a la calle por la puerta giratoria. Me detuve en la acera, aspirando una bocanada del aire neoyorquino perfumado por millones de cosas, algunas buenas y otras tóxicas.
Frente al edificio se encontraba estacionado un elegante Bentley deportivo que me devolvió mi imagen desde sus impecables ventanas. Estaba sonrojada y mis ojos grises brillaban demasiado. Había visto mi rostro así en otras ocasiones: en el espejo del baño antes de meterme en la cama con algún hombre. Era mi semblante de estoy-lista-para-tener-sexo y no era el momento para estarlo luciendo.
¡Por Dios, contrólate!
Cinco minutos con el señor Oscuro y Peligroso y había quedado tensa y agitada. Aún podía sentir su atracción, un inexplicable impulso de regresar a donde él se encontraba. Podría decir que aún no había hecho lo que venía a hacer en el Crossfire, pero sabía que después me arrepentiría. ¿Cuántas veces me iba a poner en ridículo en un solo día?
—Suficiente —me dije a mí misma entre dientes—. Muévete.
Las bocinas atronaban mientras un taxi se le cerraba a otro y luego frenaba en seco ante arriesgados peatones que atravesaban la intersección segundos antes de que el semáforo cambiara. A continuación comenzaron los gritos y una danza de gestos que realmente no transmitían rabia. En segundos todos los involucrados olvidarían el intercambio, que constituía tan solo un latido en el ritmo natural de la ciudad.
A medida que me fundía con el tráfico de peatones en dirección al gimnasio, una sonrisa invadió mi rostro. Ah, Nueva York, pensé, sintiéndome tranquila al fin. Eres maravillosa.
—Deberíamos ir a un bar y celebrar.
No me sorprendió la enfática declaración de mi compañero de apartamento. Cary Taylor encontraba excusas para celebrar, sin importar qué tan pequeñas o ilógicas fuesen. Siempre me pareció parte de su encanto.
—Estoy segura de que tomar un trago la noche antes de comenzar un nuevo empleo es una pésima idea.
—Vamos, Eva —Cary estaba sentado en el piso de nuestra nueva sala de estar, rodeado por media docena de cajas. Me lanzó una encantadora sonrisa. Llevábamos días desempacando y, a pesar de ello, él seguía luciendo asombrosamente bien. Delgado, de cabello oscuro y ojos verdes, Cary era un hombre que rara vez dejaba de verse guapísimo. Eso tal vez me habría molestado si no fuera la persona más importante del universo para mí.
—No estoy hablando de irnos de juerga —insistió—. Tan solo una o dos copas de vino. Podemos aprovechar la happy hour y estar de regreso a las ocho.
—No sé si podré llegar a tiempo —respondí, señalando mis pantalones de yoga y mi camiseta—. Después de calcular cuánto tiempo me tomará llegar al trabajo, iré un rato al gimnasio.
—Camina rápidamente, haz ejercicio rápidamente —las cejas arqueadas de Cary me hicieron reír. Realmente creía que su rostro perfecto aparecería algún día en las vallas y revistas de moda del mundo entero. Sin importar su expresión, siempre era espectacular.
—¿Y si vamos mañana después del trabajo? —le propuse—. Si sobrevivo al día, valdrá la pena celebrarlo.
—Trato hecho. Voy a amansar la cocina nueva y a hacer la cena.
—Mmmm… —cocinar era uno de sus mayores placeres pero, lamentablemente, no era uno de sus talentos—. Perfecto.
Tras retirar un mechón caprichoso de su cara, me sonrió.
—Tenemos una cocina por la que la mayoría de restaurantes matarían. Aquí es imposible estropear una comida.
Con serias dudas, me despedí y salí, no tenía ningún deseo de hablar de culinaria. Tomé el ascensor al primer piso y sonreí al portero cuando me abrió la puerta con gestos exagerados.
En el momento en que me encontré afuera, me abrazaron los olores y sonidos de Manhattan invitándome a explorarla. En lugar de en el otro extremo del país, parecía encontrarme a universos de distancia de mi antiguo hogar en San Diego. Dos grandes metrópolis —una siempre templada y sensualmente perezosa, la otra llena de vida y delirante de energía. En mis sueños había imaginado una vida en Brooklyn pero, siendo una buena hija, acabé en el Upper West Side. Si Cary no hubiera vivido conmigo, me habría sentido terriblemente sola en el espacioso apartamento que mensualmente costaba más de lo que la mayoría de la gente gana en un año.
El portero me habló mientras inclinaba su gorra.
—Buenas noches señorita Tramell. ¿Necesita un taxi?
—No, gracias Paul —respondí balanceándome en la suela redondeada de mis zapatos deportivos—. Caminaré.
—Ya ha bajado la temperatura. Será agradable —exclamó sonriendo.
—Me han dicho que debo aprovechar el clima en junio, antes de que se vuelva infernalmente caliente.
—Es un buen consejo, señorita Tramell.
Al abandonar el moderno alero de vidrio que de alguna manera se amalgamaba con la edad del edificio y sus vecinos, disfruté de la relativa paz de mi calle poblada de árboles antes de llegar al bullicio y tráfico de Broadway. Esperaba, algún día pronto, encajar allí pero, por el momento, seguía sintiéndome como una falsa neoyorquina. Tenía el domicilio y el empleo, pero seguía recelando del metro y me costaba trabajo conseguir un taxi. Intentaba no caminar con los ojos como platos y distraída, pero no era fácil. Había tanto que ver y experimentar.
Los estímulos sensoriales eran increíbles: el olor del humo de los vehículos mezclado con el de las comidas; los gritos de los vendedores ambulantes confundidos con la música de los artistas callejeros; la impresionante gama de rostros, estilos y acentos; las maravillas arquitectónicas… y los autos. Jesucristo. El flujo frenético de automóviles no se parecía a nada que hubiese visto en mi vida.
Siempre había una ambulancia, patrulla o un camión de bomberos intentando atravesar los ríos de taxis amarillos con el lamento electrónico de sus ensordecedoras sirenas. Me sentía intimidada por los torpes camiones de la basura que navegaban por diminutas calles de una vía y los conductores de las camionetas de reparto que enfrentaban el pesado tráfico para cumplir plazos estrechos.
Los verdaderos neoyorquinos se desplazaban por todo aquello como si nada, su amor por la ciudad tan cómodo y familiar como el par de zapatos preferido. Ellos no veían con romántica emoción el vapor saliendo de las grietas y conductos de ventilación de las aceras y no pestañeaban cuando la tierra vibraba bajo sus pies al pasar el metro… mientras, yo sonreía como una idiota y flexionaba mis dedos. Nueva York era una nueva aventura amorosa para mí. La observaba arrobada y se me notaba.
Realmente tenía que esforzarme para parecer tranquila mientras me dirigía al edificio en el que trabajaría. Al menos en lo relativo a mi empleo, me había salido con la mía. Quería ganarme la vida por mis propios méritos y eso significaba comenzar desde abajo. A partir de la mañana siguiente, sería la asistente de Mark Garrity en Waters Field & Leaman, una de las principales agencias de publicidad de los Estados Unidos. Mi padrastro, el mega-financiero Richard Stanton, se enojó cuando acepté el empleo, señalando que si yo fuese menos orgullosa podría haber trabajado para uno de sus amigos y cosechar los beneficios de dicha conexión.
—Eres tan terca como tu padre —me dijo—. Y a él le tomará toda la vida pagar tus préstamos de estudio con su salario de policía.
Esa había sido una pelea importante y mi padre estaba poco dispuesto a ceder.
—Está loco si cree que otro hombre va a pagar por la educación de mi hija —había exclamado Víctor Reyes cuando Stanton hizo la oferta. Me pareció digno de respeto por ello y sospechó que a Stanton también, aunque nunca lo admitiría. Entendía la posición de ambos hombres porque yo misma había luchado para pagar los préstamos por mí misma… y había fracasado. Para mi padre era un asunto de orgullo. Mi madre se había rehusado a casarse con él pero él nunca había vacilado en su determinación de ser mi padre y de demostrarlo en todas las formas posibles.
Sabiendo que era inútil irritarse por las antiguas frustraciones, me concentré en comenzar a trabajar lo más pronto posible. Programé la caminata en un horario de mucho movimiento el lunes, así que me sentí satisfecha cuando llegué al Edificio Crossfire, que alberga las oficinas de Waters Field & Leaman, en menos de treinta minutos.
Alcé la vista y seguí el perfil del edificio hasta el cielo. El Crossfire era francamente impresionante: una elegante aguja de brillante zafiro que atravesaba las nubes. Sabía, gracias a las visitas para las entrevistas, que el interior tras las decoradas puertas giratorias de marco cobrizo era igualmente asombroso, con pisos y paredes de mármol veteado de dorado y mostradores y torniquetes de seguridad de aluminio brillante.
Extraje del bolsillo de mis pantalones mi nuevo documento de identificación y lo enseñé a los dos guardias de traje negro que me esperaban en el mostrador. Me examinaron, sin duda porque no iba muy abrigada, pero finalmente me permitieron entrar. Tras el viaje en ascensor hasta el piso veinte, tendría una idea general de la ruta completa de mi casa a la oficina.
Me dirigía a los ascensores cuando a una esbelta y bellamente arreglada morena se le enredó la cartera en un torniquete, girando y dejando caer un diluvio de monedas. Las monedas llovieron sobre el mármol y rodaron alegremente mientras yo observaba a la gente evitar el caos y continuar su camino como si nada. Sentí simpatía y me agaché —al tiempo con uno de los guardias— a ayudar a recoger el dinero.
—Gracias —soltó con una breve y azorada sonrisa.
Le sonreí en respuesta.
—No hay problema. A mí también me ha sucedido.
Acababa de ponerme en cuclillas para alcanzar una moneda de cinco centavos cerca de la entrada, cuando me encontré con un par de zapatos lujosos rodeados por unos elegantes pantalones negros. Esperé un segundo a que el hombre cambiara de curso pero no lo hizo, así que levanté la vista. El lujoso traje de tres piezas me impresionó bastante, pero realmente lo que más me impactó fue el poderoso y esbelto cuerpo que lo llenaba. A pesar de toda esa masculinidad apabullante, no fue sino hasta que llegué a su rostro que entendí el valor de lo que tenía enfrente.
—¡Caramba! Solo… caramba.
Él se agacho con elegancia frente a mí. Golpeada por toda esa exquisita masculinidad, yo tan solo lo observaba. Estaba aturdida.
Luego, el aire que nos rodeaba cambió…
Mientras él me miraba, se alteró… como si un escudo protector hubiese abandonado sus ojos, revelando una fuerza de voluntad abrasadora que succionó el aire de mis pulmones. El intenso magnetismo que irradiaba se intensificó, convirtiéndose en una impresión casi tangible de poder vibrante e implacable.
Retrocedí, reaccionando instintivamente, y caí torpemente de espaldas.
Mis codos golpearon fuertemente el mármol pero a duras penas sentí el dolor. Estaba demasiado ocupada observando, fascinada por el hombre que tenía enfrente. Un cabello negro como la noche enmarcaba un rostro tan maravilloso que quitaba el aliento. Su cuerpo haría llorar de emoción a un escultor, mientras su boca firme, nariz afilada y unos ojos de un azul intenso lo hacían brutalmente guapo. Aparte de unos ojos levemente entrecerrados, sus rasgos eran de total impasividad.
Tanto su camisa como su traje eran negros, pero la corbata hacía juego perfectamente con los ojos. Sus ojos eran inteligentes, observadores y se clavaron en mí. Mi corazón comenzó a galopar; mis labios se abrieron para dar paso a una respiración acelerada. Olía pecaminosamente bien; no a agua de colonia… tal vez gel de ducha o champú. Lo que quiera que fuera, era muy provocativo… como todo él.
Me extendió una mano, dejando a la vista unos gemelos de ónix y un reloj de aspecto muy costoso.
Con una inhalación temblorosa, coloqué mi mano en la suya. Mi pulso dio un brinco cuando la apretó fuertemente. Su solo toque envió un corrientazo a lo largo de mi brazo y me erizó los pelos de la nuca. Por un momento no se movió y el espacio entre sus arrogantemente bien delineadas cejas se frunció.
—¿Está usted bien?
Su voz era refinada y suave, con una ligera aspereza que me agitó el estómago. Me hizo pensar en sexo. Sexo extraordinario. Por un momento pensé que me llevaría a un orgasmo con tan solo decirme unas palabras.
Mis labios estaban resecos, así que los humedecí con mi lengua antes de responder:
—Estoy bien.
Se puso de pie con una gran economía de movimientos, levantándome con él. Mantuvimos el contacto visual porque yo era incapaz de desviar la mirada. Era más joven de lo que había pensado; menor de treinta creo, pero sus ojos denotaban más experiencia. Duros y tremendamente inteligentes.
Me sentía atraída por él, como si tuviera una soga atada a mi cintura y él estuviese tirando inexorablemente de ella.
Recuperándome del aturdimiento, lo solté. No solo era guapísimo; era… fascinante. Era el tipo de hombre que hace que las mujeres deseen rasgar su camisa para ver los botones desparramarse junto con sus inhibiciones. Lo observé con su civilizado, fino y monstruosamente costoso traje y mi mente se llenó de imágenes de sexo crudo, primario, salvaje.
Él se agachó a recoger mi tarjeta de identificación —que yo no había visto caer—, liberándome de su mirada provocadora. Mi cerebro volvió a funcionar.
Estaba molesta conmigo misma por sentirme tan torpe mientras él permanecía totalmente dueño de sí mismo. Y ¿por qué? Porque me encontraba totalmente deslumbrada, maldita sea.
Dirigió su mirada hacia mí y la situación —él casi arrodillado ante mí— volvió a desequilibrarme. Mientras se levantaba, sostuvo mi mirada.
—¿Está segura de que se encuentra bien? Debería sentarse un minuto.
Mi rostro se acaloró. Qué delicioso parecer torpe e incómoda frente al hombre más seguro y elegante que me había topado en la vida.
—Tan solo perdí el equilibrio. Estoy bien.
Desviando la mirada, vi a la mujer cuya cartera había caído. Le agradeció al guardia su ayuda y luego se acercó a mí deshaciéndose en disculpas. Le extendí mi mano con las monedas que había recogido, pero su mirada estaba fija en el dios a mi lado y rápidamente se olvidó por completo de mí. Tras un segundo, estiré la mano y deposité las monedas en su cartera. Luego me arriesgué a mirar al hombre nuevamente y descubrí que seguía observándome mientras la morena le daba las gracias exageradamente. A él. No a mí, desde luego, que era quien realmente le había ayudado.
Haciendo caso omiso de ella, levanté la voz.
—¿Podría devolverme mi identificación, por favor?
Me la entregó. Aunque me esforcé por recibirla sin tocarlo, sus dedos me rozaron, enviando una vez más un corrientazo de conciencia por todo mi cuerpo.
—Gracias —murmuré antes de rodearlos y salir a la calle por la puerta giratoria. Me detuve en la acera, aspirando una bocanada del aire neoyorquino perfumado por millones de cosas, algunas buenas y otras tóxicas.
Frente al edificio se encontraba estacionado un elegante Bentley deportivo que me devolvió mi imagen desde sus impecables ventanas. Estaba sonrojada y mis ojos grises brillaban demasiado. Había visto mi rostro así en otras ocasiones: en el espejo del baño antes de meterme en la cama con algún hombre. Era mi semblante de estoy-lista-para-tener-sexo y no era el momento para estarlo luciendo.
¡Por Dios, contrólate!
Cinco minutos con el señor Oscuro y Peligroso y había quedado tensa y agitada. Aún podía sentir su atracción, un inexplicable impulso de regresar a donde él se encontraba. Podría decir que aún no había hecho lo que venía a hacer en el Crossfire, pero sabía que después me arrepentiría. ¿Cuántas veces me iba a poner en ridículo en un solo día?
—Suficiente —me dije a mí misma entre dientes—. Muévete.
Las bocinas atronaban mientras un taxi se le cerraba a otro y luego frenaba en seco ante arriesgados peatones que atravesaban la intersección segundos antes de que el semáforo cambiara. A continuación comenzaron los gritos y una danza de gestos que realmente no transmitían rabia. En segundos todos los involucrados olvidarían el intercambio, que constituía tan solo un latido en el ritmo natural de la ciudad.
A medida que me fundía con el tráfico de peatones en dirección al gimnasio, una sonrisa invadió mi rostro. Ah, Nueva York, pensé, sintiéndome tranquila al fin. Eres maravillosa.